Relatos eróticos

Placer y dolor

Para llegar al vestuario de enfermeras tengo que atravesar Consultas Externas; una travesía interminable por un pasillo desierto. Me muero por quitarme el pijama verde con olor a quirófano y estas medias antivarices. Quién pillara la cama diez hora seguidas…, pero no, he quedado con Nerea para salir. ¡Qué pesada se pone!, aunque tiene razón: tengo que conocer gente… El Satisfyer está genial, pero con 22 años ¡no puedo estar cuatro meses sin follar!

Acelero el paso y… se me sale el zueco del pie derecho, lo piso y caigo con un grito. De una consulta abierta sale Héctor; es un traumatólogo nuevo con el que he coincidido un par de veces en quirófano. 

—Déjame que te ayude. —Su voz es profunda, muy acorde con su metro noventa y tantos. Al igual que yo, viste un pijama verde, pero parece que le queda pequeño por lo menos tres tallas.

Me levanta sin aparente esfuerzo y me deposita sobre la camilla de su consulta. Rodea mi pie dañado con sus manos. 

—No parece muy grave, pero necesitaría explorarte sin pantalón y sin medias. 

—Sin problema.

Me  desato el cordón del pantalón de pijama verde y, muy despacio, me lo quita tirando de las perneras. Después, le lleva bastantes segundos desenrollar mis medias. Creo que observa por unos instantes mis bragas negras; no estoy segura…, algo dentro de mí me hace abrir las piernas, tal vez  unos centímetros más de los necesarios. 

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Sííí, tranquilo.

—Si te parece…, te voy a hacer algo que… Relájate.

Empieza a darme un masaje por la planta del pie. Puede ponerse unos guantes de látex, pero prefiere hacerlo con las manos desnudas. Se humedece los dedos con la lengua para evitar la fricción. Este sabe lo que hace. Me aprieta el arco del pie con movimientos lentos y suaves, pero, tras varios minutos, me clava sus pulgares en la planta. Un calambre que me sube hasta la ingle; ahogo un quejido.   

—Si te duele mucho, te puedo poner una inyección.

—La necesito, sin duda. —Se da cuenta de lo mal que miento.

—Necesito bajarte un poco las bragas para aplicar la inyección con más comodidad.

—¡Claro! La comodidad es importante. 

Me levanto y me agarro al borde de la camilla. Héctor se sitúa a mi espalda y me baja las bragas unos diez o quince centímetros. Al notar el roce de sus nudillos en la piel, reacciono dejándolas caer hasta el suelo. Con la punta del pie derecho, ahora sano, empujo las bragas bajo la camilla. 

De alguna parte, Héctor saca una gruesa ampolla de líquido blanquecino espeso y una jeringuilla trasparente.

—No te va a doler.

—Te creo… ¿Dónde vas a poner la inyección? 

Me coloca las yemas de tres o cuatro dedos en medio del glúteo y realiza unos movimientos circulares.

—En este punto, ¿te parece bien?

—Me parece… un sitio terrible.

Desnuda de cintura para abajo, me doy la vuelta y le miro a los ojos, pero…, una extraña sensación me hace girar la cabeza hacia la salida de la consulta.

En el dintel de la puerta veo a Nerea muerta de risa; nunca olvidaré sus palabras: 

—¡Pero, tía…! ¿Se puede saber qué coño haces?

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