Al atardecer, cuando ya se habían ido todos los bañistas, hubo una reunión urgente de todos los moluscos, crustáceos y animales bivalvos de la playa.
Lugar de reunión: arrecife sur, Playa de Aruba.
Único punto del orden del día: qué hacer con esa pequeña niña morena de pelo largo, acento cantarín y mirada sanguinaria.
Esa niña llevaba varias semanas en la playa y se dedicaba todo el día a buscar conchas. Hasta ahí, bien. Estaban acostumbrados al robo de conchas por los turistas, pero esa niña iba más allá. Nada más recoger las conchas las rompía cruelmente. Incluso con el bicho aún dentro. Las pulverizaba mientras ponía una cara de placer que una caracola describió como tétrica. Ver la arena de la playa llena de conchas destrozadas por esas pequeñas manos infantiles era desolador.
En la reunión, un mejillón de concha muy negra dijo que no había nada que hacer: era su destino; como moluscos estaban condenados a hacer lo que quisieran otros seres superiores en la escala evolutiva.
Una ostra de elegantes colores marfil dijo que le parecía un final heroico y noble pero que no: ¿qué iban a aprender las generaciones futuras si se rendían? Tenía que hacer algo.
Las chirlas comenzaron a llorar sin consuelo y los berberechos gritaban indignados.
Una navaja, de edad avanzada, tuvo una idea: tenían que hacer daño a la niña para que dejara de destrozar conchas y llenar la arena de cadáveres mutilados. Pero necesitaban un voluntario que se sacrificara.
Una gran almeja se ofreció voluntaria. Su concha de color ocre era la envidia de todo la costa del caribe. Sería un fácil reclamo para la niña.
Ese día, la almeja se dejó caer cerca de la niña la cual la recogió. Todos los moluscos de la playa miraban la escena con el utrículo cardiaco contraído.
La niña, como era de esperar, empezó a romper sin piedad la concha de la heroica almeja. Sin embargo, a punto de ser espachurraba por esos finos dedos, la almeja se revolvió y la dio un profundo corte a la niña en el dedo pulgar. La espuma del mar se llenó de sangre y de agudos gritos: ¡mamá, mamá! Un trozo de la carne del pulgar cayó sobre la arena y sirvió de desayuno para un simpático cangrejo ermitaño, que se adentró en el mar sonriendo.