Crónicas fatídicas

El cirujano

Los cristales de las ventanas temblaban cuando el profesor Gutiérrez, más conocido como el Tormentas —siguiendo la pedagogía propia de la época—, gritaba al alumno que cometía algún error en la pizarra. Que con frecuencia era yo. 

—¡Señor Tifón, no se puede ser más inútil! Entre los miles de palurdos que he tenido de alumnos en cuarenta años… ¡es usted el más palurdo!

Etcétera.

Mientras mi mano temblorosa escribía en el encerado el resultado de alguna ecuación de segundo grado, las terminaciones de la primera declinación, o la capital de Yugoslavia, el silencio se podía escuchar perfectamente en el aula. Casi oía al resto de alumnos pensar: mejor tú que yo, Tifón. 

Entonces llegaba el trueno. Escribir dos en lugar de infinito, rosarum en lugar de rosae o Sofía en lugar de Belgrado provocaba el grito agudo, afilado del Tormentas: ¡Noooo! La tiza se me caía y rodaba lejos, cobarde, como alejándose del asunto. Tras el trueno, venía la tormenta. Si mi maestro estaba al final de la clase, me arrojaba a la cabeza, con una puntería inaudita, algún objeto contundente que agarraba de un pupitre: un borrador de madera, un sacapuntas de dos agujeros, un compás abierto… Si estaba más cerca, me golpeaba varias veces con la regla, una regla de metro y medio de hierro forjado, habitualmente, y con una precisión matemática, a la altura de los omóplatos. Como homenaje a Platón, decía. Y golpeaba no con el borde liso sino con el canto. La “Rufina” llamaba a su regla. Por eso de la regla de Rufini. Decía que esa regla de hierro había enseñado más matemáticas a lo largo de los años que Pitágoras. Consideraba hermoso cómo la Rufina conseguía sacar lo mejor de nosotros. La otra regla que parecía seguir estrictamente era esta: la letra, o lo que haga falta, con sangre entra. En sentido literal.

Ahora, veinte años después, viéndole encima de esta mesa de metal, desnudo, pienso que aprendí mucho de él. La importancia de la precisión matemática; las enseñanzas innumerables de los mitos griegos y latinos; el placer de ver la sangre correr por un cuerpo blanco; la idea de belleza platónica, como algo separado del cuerpo, que nos espera en algún sitio. Ahora soy cirujano y me encanta mi profesión: el doctor Enrique Tifón. Famoso por mi pericia y mi calma en el quirófano. Y es que tengo una gran destreza con el bisturí. Mis dedos, hábiles como lo de un viejo guitarrista de flamenco, entran en los cuerpos y despegan, cortan, arrancan, extirpan el mal, cosen, y curan. 

Comencé por los tendones de Aquiles, cómo no. Era la operación más fácil. El Tormentas me miraba, pero el suero intravenoso que colgaba de su brazo ya había hecho su efecto e impedía que se pudiera mover. 

—Es magnífico el efecto de este suero, ¿no? —le dije—. Lo aprendí de usted.

Respondió con un sonido gutural, profundo, cavernoso. Así debían sonar los lamentos de las almas por el Tártaro. Lo encontré bello.

—Este suero que le he puesto lleva pancuronio. Paraliza todos los músculos, pero mantienen la conciencia intacta. 

El Tormentas —qué nombre tan poco apropiado para este momento— trató de levantarse pero apenas podía contraer los músculos. Le miré las piernas. Sus pantorrillas se movían como una bolsa de cuero pálido llena de gusanos.

—Usted me enseñó que este veneno procede del curare que usaban los nativos americanos contra los invasores españoles. Lo sé ahora. No recordé el nombre del veneno en su día, en sus clases de historia.  Eso me costó un golpe de la Rufina en la boca y un diente de leche. El colmillo de arriba —le dije mientras me levantaba el labio superior y le mostraba un colmillo ya de adulto. 

El tendón de Aquiles es grueso y fuerte pero lo corté sin dificultad. Un corte arriba, otro abajo y ¡zas!. Me llevé tres o cuatro centímetros de tendón. Primero del pie derecho y luego del izquierdo. Apenas sangró. Soy muy meticuloso en eso. 

Luego fui seccionando uno por uno todos los tendones. Los de detrás de las rodillas. Los gruesos de las ingles. Los de los codos. Los tendones son como pequeñas gomas blanquecinas; sorprenden cuando se ven en un cuerpo humano vivo. No tienen nada que ver con los que vemos en un pollo cocido o flotando en un guiso de carne mala. En realidad son brillantes, cálidos al tacto y tan elásticos que dan ganas de jugar con ellos. Una preciosa obra de ingeniería. 

—¿Le gusta el ramillete?

Le enseñé al profesor todos los tendones que le iba seccionando. Largos y pálidos. Flácidos como gruesos espaguetis en mi mano. Los agité ante su cara lo que me recordó al juego de sacar la pajita más corta. Desprendían un olor característico: como a paja húmeda. Este olor me trajo recuerdos de la infancia y me hizo sonreír. Pero no le hice ninguna broma fácil con eso de las pajitas. No soy tan cruel. 

En sus manos me entretuve más. Aun así, sangraron más de lo que me esperaba. Tenía los tendones duros y tensos como cuerdas de piano. Pero al primer corte se volvían blandos y manejables. 

—¿Sabe, profesor, cuántos tendones tenemos en el cuerpo? Yo no lo sé muy seguro… ¡Vaya médico!, pensará. Por ahora llevamos 35…

El profesor había cerrado los ojos. Ya se veían en su cuerpo los efectos de la operación. Es extraño el aspecto de un cuerpo cuando lo desinsertas de sí mismo. Los músculos se contraen en pequeñas bolas que dan bultos inverosímiles aquí y allá. El cuerpo parece menguar, como un pequeño gusano de seda sin alimentar. La mesa de operaciones parecía una pequeña balsa de sangre que sostenía el bulto menguante en el que se estaba convirtiendo mi maestro.

—Bueno, ahora vamos a la parte más delicada.

Empecé por el ojo derecho y luego el izquierdo. Metí el bisturí por el borde de la órbita para dejar aislada las bolas oculares. Quité con una precisión milimétrica los tendones de los pequeños músculos de los ojos. Quedaron flotando mansamente en unas cuencas llenas de sangre, como pequeños huevos de perdiz en una copa de vino.

Entonces corté el suero y el profesor recuperó la movilidad y el habla. Aunque no se animó a hablar. Con ayuda de unas poleas le puse en pie. Aparté la mesa de quirófano y me separé unos pasos hacia atrás para observar mi obra. Miré todo lo que había hecho. Y vi que era bueno.