Crónicas fatídicas

Diana y los perros

En esta vida se puede ser todo menos pelmazo. Johnny Mamporros Hunter tenía pocos principios que guiaran su vida, pero este era uno de ellos. Y, con toda seguridad, aquel tipo estaba siendo muy cargante. Johnny pensaba que debería haber una norma escrita en algún sitio que dijera que si te están dando una paliza no grites como una nenaza; acéptalo como un hombre y no me amargues la vida.

Cuando ya no le quedaban muchos más dientes que romper, Johnny arrojó el bate de béisbol al camión de la basura seguido del cuerpo del llorón de Michel Romano —que ya no lloraba—. Le preguntó al Urko quién era el siguiente recado de la noche. Urko sacó un pequeño block de notas de la americana y, apretando mucho los ojos, llegó a leer el nombre, un tal MacCruskeen: un irlandés borracho que Johnny había visto un par de veces en el club.

Llegarían a Manhattan en veinte minutos. Mientras Urko conducía, Johnny se fumó un cigarrillo pensando en cómo abordar el tema de MacCruskeen. Normalmente no tenía ningún plan establecido. Por algo le llamaban Mamporros Hunter y no Plan-perfectamente-diseñado Hunter. Pensó que si lo de Romano, el tipo llorón, debió ser algo gordo lo de MacCruskeen parecía otra liga. Probablemente el irlandés se había metido en algún lío sexual porque, por orden directa del Jefe, tenían que conseguir que MacCruskeen lamentara la existencia de sus pelotas. Era una parte de su trabajo que no le gustaba. Johnny podía romper huesos sin levantar siquiera una ceja, pero odiaba lo relacionado con genitales ajenos: generaba demasiados gritos.  El Jefe les dijo que dejaran volar su imaginación. Johnny no era muy imaginativo así que solo se le había ocurrido agarrar su machete de caza y los puños de acero. Urko llevaba las cadenas, como siempre, pero, probablemente por ser un recado especial, agarró también la recortada. Por si acaso. 

El edificio era elegante. Uno de esos edificios de ladrillo de la parte alta en los que solo pueden vivir mafiosos o políticos. Un amable “buenas noches”, y un billete de cien dólares les permitió sortear fácilmente al conserje de la puerta. 

Subieron hasta hasta el tercero por el montacargas. En un gesto de buen gusto, y tal vez prudente, Urko decidió abrir la puerta con la ganzúa en lugar de dejar que Johnny la abriera con su habitual patada. Las luces del piso estaban apagadas. La tenue luz naranja que entraba de la calle les permitió moverse por el piso con facilidad. Desde el salón oyeron algo: el ruido inconfundible del agua de la ducha. Una rendija de luz se divisaba bajo la puerta de lo que parecía el baño al fondo del pasillo. Los dos matones se dirigieron a la luz en silencio. Urko se apoyó en la pared frente a la puerta con la recortada entre sus brazos y el dedo en el gatillo. Johnny abrió la puerta del baño unos centímetros. De la hendidura salió una potente luz blanca y un  vaho espeso que le desconcertó por un momento. Mientras traspasaba la puerta miró a Urko: “Déjamelo a mí”, le dijo en voz baja. Johnny entró en el baño y cerró la puerta tras de sí sin un ruido. El baño era amplio y luminoso; el vapor llenaba la estancia y cubría el espejo. Pequeñas gotitas de agua caliente se acumulaban en las paredes. Al fondo estaba la ducha. Mientras se acercaba, Johnny pensó que ese ruido de agua le recordaba el de las pequeña cascadas que caen de los canalones de las casas de Brooklyn cuando llueve en otoño. Se dio un golpe en la cabeza para borrar ese pensamiento de su mente. Una cortina blanca de ducha con estúpidos motivos azul oscuro dejaba ver que detrás había una forma oscura en movimiento. Una forma demasiado grande como para ser de un solo cuerpo. 

Mientras andaba a pequeños pasos, Johnny se calzó el puño de acero en la mano derecha y lo apretó con fuerza. Acercó la mano izquierda a la cortina. Bajo el ruido de la ducha oyó como un gemido, de mujer. “Qué listo este MacCruskeen —pensó con una sonrisa—, parece que tiene compañía”. Por un instante, lamentó tener que amargarle un momento así a otro hombre, aunque, a decir verdad,  pensó que tal vez la muchacha podría quitarle el disgusto más tarde. 

Johnny descorrió la cortina de un golpe. Le sorprendió el grito agudo de dos mujeres abrazadas bajo el chorro de la ducha y una tercera, de pelo rubio, de cuclillas entre sus piernas. Aunque el cerebro de Johnny no era precisamente rápido procesando la información, se puede decir que pasó de pensar “hoy es la noche de mi vida” a “estoy bien jodido” en menos de lo que se tarda en tronchar un hueso.  

La rubia se levantó de un salto, y, mientras gritaba un sonoro “serás capullo”, metió la mano bajo el chorro de la ducha y arrojó agua caliente a los ojos de Johnny que gritó como un ciervo al que le rompen un cuerno. El gigantón, giró sobre sus talones, resbaló con la alfombra de la ducha y se golpeó la frente contra el lavabo. Con las manos en la cara y dando bandazos alcanzó la puerta de salida.

—¿Pero qué pasa? —le gritó Urko fuera del baño mientras movía la recortada como un pelele.

—Joder es Diana, ¡la mujer del Jefe! ¡Se está bañando con otras dos zorras en la ducha!

—¿Y MacCruskeen? 

—¡Olvida a MacCruskeen!…, ¡vámonos!, ¡corre! 

Tras enterarse del incidente con su mujer, el Jefe mandó cincuenta hombres a por Urko y Johnny. Dio la conocida orden de que fueran imaginativos. La cacería duró poco. Urko fue visto por última vez en New Jersey. Johnny fue detectado en Memphis. De su fiesta de despedida se cuenta que incluyó perros y trozos de carne neoyorkina. A su favor se dice que no gritó como una nenaza.

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